(SEMESTRE: AGOSTO 2013 - ENERO 2014)
LECTURA 1, PARCIAL 3
Prometeo
Al principio de los tiempos, los dioses
establecieron su hogar en la cima del monte Olimpo, cerca de las estrellas. En
aquel lugar idílico, llevaban una vida de lo más placentera: paseaban con calma
por sus amenos y coloridos jardines, celebraban grandes banquetes en sus
palacios de mármol y tomaban a todas horas néctar y ambrosía, un licor y un
alimento dulcísimo que aseguraban su inmortalidad.
Mientras tanto, los hombres hacían su vida
abajo, en la tierra. Habían sido creados con arcilla, y pasaban sus días
cultivando los campos y criando ganado. En los momentos difíciles, rezaban a
los dioses para pedirles auxilio, y después les agradecían la ayuda recibida
haciéndoles ofrendas. De cada cosecha que los hombres recogían y de cada animal
que sacrificaban, quemaban la mitad en los templos, y así la ofrenda,
convertida en humo, llegaba hasta la cima del Olimpo.
Todo iba bien hasta que un día, tras haber
matado a un robusto buey para comérselo, los hombres empezaron a discutir sobre
qué parte del animal debían quedarse y cuál tenían que entregar a los dioses. Uno dijo que se quedaran con la carne y
quemaran los huesos. Otros decían que eso era una locura, si le daban la peor parte a los
dioses le castigarían sin piedad. Pero ¿de qué habrían de alimentarse si entregaban
la carne? El mismísimo Zeus, padre de los dioses, entró en la disputa.
La carne del buey debía ser para ellos dijo
uno. Los
hombres, sin embargo, se resistieron a entregársela, así que la discusión se
prolongo durante mucho tiempo. Al final, Zeus propuso que fuese Prometeo quien
decidiera cómo debía retirarse el buey.
Prometeo era sabio y justo y encontraría la solución mas adecuada. Los demás aceptaron
su decisión y, en adelante, todos los animales serían repartidos tal y como Prometeo
dijera.
Prometeo pertenecía a la raza de los titanes,
que habían sido engendrados antes incluso que los dioses. Todo el mundo lo
Admiraba por su sabiduría y astucia. No sólo podía prever el futuro, sino que
dominaba todas las ciencias y todas las artes: la medicina y las matemáticas,
la música y la poesía... Su mente era poderosa y veloz como un caballo al
galope. Cuando Zeus le expuso el dilema del reparto del buey, Prometeo se sentó
a meditar y entabló en su conciencia un largo diálogo consigo mismo.
Era natural que los hombres se resistan a
entregar la carne. Son ellos quien ha criado al buey, y tenían derecho a
quedarse con la mejor porción. Pero
olvidaban que los dioses eran codiciosos y egoístas. No aceptarían que los
hombres se quedaran con la carne.
Los dioses no lo necesitaban, bebían néctar a
todas horas, y disponían de ambrosía para llenar su estomago. En cambio, los
hombres habían de comer para sobrevivir, pero si les entregaban la carne a los
hombres, Zeus se enojaría, entonces, había que conseguir que Zeus creyera que
la decisión de quedarse con los huesos lo había tomado él mismo.
Prometeo ideó enseguida la trampa que
necesitaba. Luego, despellejó al buey, lo descuartizó y dividió los restos del
animal en dos grandes montones. Cuando todo estuvo listo, llamó a Zeus y le
dijo que eligiese el montón que prefiriera.
De aquí en adelante todos los animales se
repartirían por la mitad para los dioses y para ellos. Zeus miró los dos montones. Uno le pareció
gris y poco apetitoso, mientras que el otro le atrajo por su brillante aspecto.
Así que no tuvo que pensárselo mucho. Señaló el montón resplandeciente.
Ese era para ellos. Hermes, hijo de Zeus, se
hallaba presente en la conversión. Como era experto en idear trampas, no
resultaba fácil engañarle. Se acercó al oído de Zeus y le dijo que no se
precipitara porque había algo extraño en ese reparto.
No había visto que Prometeo había agachado la
cabeza al hablarle y él siempre miraba a la cara. Era el padre de los dioses era
algo lógico que Prometeo tuviera un poco
de miedo. No era el primero que agachaba la cabeza al mirarle, pero Zeus no
tardó en advertir el gran error que había cometido.
Sucedía que Prometeo había puesto en un montón
la carne y las vísceras del buey, y luego lo había tapado todo con el estómago,
que es la parte más sosa del animal. En el otro montón, había colocado los
huesos y los tendones, pero lo había cubierto con la grasa, cuyo brillo despierta
el apetito. Zeus, por supuesto, había elegido este último montón. Así que,
cuando llegó a la cima del Olimpo y descubrió el engaño, se volvió loco de
rabia. ¡Prometeo se había burlado de él!
Zeus les robó el fuego a los hombres para que
tuvieran que comerse los alimentos crudos. Sin fuego, la vida en la tierra se
volvió insoportable. Los hombres no podían hacer nada contra el frío glacial
que les helaba las manos ni contra el miedo a la oscuridad que los atormentaba
de noche. Prometeo, al verlos sufrir tanto, se conmovió y al día siguiente subió
al monte Olimpo y, sin que nadie lo viera, acercó una pequeña astilla al fuego
que Zeus les había arrebatado a los hombres y la guardó en una cáscara de nuez.
De regreso a la Tierra, encendió con aquella
astilla una antorcha y se la regaló a los hombres para que pudieran calentarse
de nuevo. Pero, cuando Zeus vio desde el Olimpo que el fuego volvía a arder en
la Tierra, su furia no tuvo límites. Prometeo le había vuelto a engañar. Les dejaron en ridículo delante de
toda la humanidad.
Zeus
mandó encadenar a Prometeo a una
de las montañas del Cáucaso, cerca del Mar negro. Allí, el titán pasó miles de
años sin poderse mover, soportando a cielo abierto el frío intenso de la noche
y el calor asfixiante del día. Cada mañana, Zeus enviaba una feroz águila al
Cáucaso para que le comiese el hígado y cada noche el hígado se regeneraba por
sí mismo, para que el águila pudiese devorarlo de nuevo al amanecer. La vida de
Prometeo, pues, se convirtió en un auténtico infierno, pero Zeus siempre pensó
que el castigo era justo, pues no había falta más grave que engañar a los
dioses.