En una playa perdida junto al mar Caribe, un indígena vivía de
la pesca. En las noches, solitario, mirando la luna, se preguntaba: “¿Por qué
no tengo una mujer como los otros.
Quiero una compañera simple y a la vez
brillante. La quiero humana y también diosa. Deseo que en la noche oscura
ilumine mi camino”. Para pasar el tiempo, plantó sandías. Crecieron enormes.
Las cargó en su burro y fue a venderlas al mercado de un pueblo. A mediodía
llegó un hombre moreno acompañado de una extraña mujer: a pesar de ser joven,
sus cabellos eran plateados. El indígena exclamó, admirado: “¡Raro es el
cabello de tu mujer!” El moreno le respondió: “Más extraño su corazón, porque
también es plateado”. El indígena le preguntó: “¿Dónde nacen mujeres tan
maravillosas?”. El otro le dijo: “En un pueblo de brujos, detrás de las
montañas. El que se casa con una de ellas alcanza la paz, el amor, la
sabiduría, la prosperidad”. Y no quiso decir más. El indígena exclamó:
“¡Encontraré una mujer así!”. Y abandonando su burro y sus sandías fue a las
montañas. Escaló, bajó, atravesó valles, bosques, desiertos, miles de aldeas.
Buscó durante años. Le creció el cabello, la barba, se cubrió de harapos,
adquirió expresión de loco. Los campesinos se rieron de él. “¡Ja, ja, busca una
mujer con el corazón plateado!”. Nunca la encontró.
Decepcionado, volvió
a su playa para vivir desnudo comiendo sólo almejas. Un día vio bajar a una
mujer por el cerro. ¡Tenía la cabellera plateada! Cuando llegó junto a él, le
dijo: “Me envían los brujos porque lo has dejado todo por mí. Te pertenezco.” Él gruñó: “No creo que tus cabellos sean reales: te los has pintado. ¡Y tu
corazón ha de ser rojo! ¡Te desenmascararé!” Bruscamente le hundió un cuchillo
entre los senos para abrir un surco y extraerle el corazón. ¡Era plateado!
Gritó: “¡He recuperado la fe! ¡Lograré por fin la paz, el amor, la sabiduría y
la prosperidad!” Pero ya era tarde, la mujer estaba muerta.